11 de enero de 2010

Paranoia terrorista, lo más aburrido de viajar en E.U.

La presencia de un agente estadounidense siempre será intimidante, más aún durante la rutinaria inspección en un aeropuerto. No sé si sea por los estereotipos que nos vende Hollywood cada tanto o por la fama que tienen a cuestas de tratar mal a todo el mundo, en especial, a los inmigrantes. Sin embargo, la sola idea de poner la maleta y nuestro cuerpo a merced de extraños termina inquietándonos.

Viajar desde y hacia Estados Unidos por estos días es más tortuoso que de costumbre. Además de tener que pasar el equipaje por rayos X, quitarnos los zapatos y poner el computador en un compartimiento especial, nos convertimos automáticamente en posibles terroristas dada la alerta naranja en la que se encuentra este país desde el 25 de diciembre pasado. El intento fallido de un nigeriano en explotar un avión comercial ha hecho que el miedo vuelva a apoderarse del país del Norte tal como en 2001.



Viajando desde Washington hacia Bogotá el pasado 31 de diciembre comprobé en carne propia lo tediosa y desesperante que puede ser, por estos días, una jornada en un aeropuerto norteamericano. Por eso, me cuestioné más de una vez qué hacía allí, en medio de tanta paranoia colectiva.

Al Ronald Reagan llegué la medianoche del 30 de diciembre para esperar que el reloj marcara las cuatro de la mañana del 31 y obtener así mi pasabordo y la sala de embarque a tiempo.

De madrugada, el Reagan ya era epicentro de interminables filas. El mostrador de la aerolínea Spirit no fue la excepción. Registrada mi maleta principal y con pasabordo en mano, comencé a hacer la fila para la inspección de seguridad. La rutina fue la misma que la de las veces anteriores, solo que en esta ocasión, dada la alerta naranja y la congestión propia de la temporada vacacional, me tomó casi media hora, en vez de 15 minutos, completar todo el proceso. 

Mientras hacía malabares para sostener las chaquetas en una mano, el computador en la otra y las botas como pudiera, vi reiteradamente el mismo anuncio: estamos en alerta naranja por amenaza terrorista. Por favor colabore que pueden presentarse demoras en los controles de seguridad. Entre tanto, en las caras de quienes hacían las dos filas dentro de las cintas que delineaban el área de seguridad se notaba el fastidio. Habían bebés acostados en sus coches y mamás intentando distraerlos para que no le dieran rienda suelta a su llanto.

Una vez en la máquina de rayos X, puse todas mis pertenencias en contenedores azules de plástico para el respectivo escáner y me dirigí hacia el detector de metales. Allí fui escogida para una inspección adicional. Una agente frotó un algodón sobre mi ropa y mi piel para descartar cualquier tipo de sustancia peligrosa. Antes, me preguntó innecesariamente si estaría dispuesta a colaborar. “Ha sido escogida al azar como parte de nuestros controles de seguridad”. De haberle dicho que no, de seguro hubiese sido tomada como miembro de Al Qaeda.

Mientras esperaba dentro de la cápsula de seguridad, pensaba en lo nerviosa que me ponen este tipo de controles. Fue inevitable sentir que algo inesperado podría suceder. Quizá encuentre pistas en la actitud fría de los agentes o en las repetidas historias sobre las drogas o sustancias peligrosas, que les son encontradas a los viajeros sin que ellos mismos tengan claro cómo pudieron llegar a sus pertenencias.

Después, un agente revisó mi morral porque encontró algo sospechoso y resultó siendo un kilo de queso. Por fortuna, no me lo decomisó y pude salir del chequeo con las mismas pertenencias con las que ingresé. Ya una vez la Policía norteamericana se quedó con mi gel para rizos y un esmalte de uñas.

El vuelo terminó retrasándose una hora y el despegue sólo se hizo a las 8:20 de la mañana.

Sentí la diferencia de inmediato en suelo bogotano. Sin tanta presión, me desplacé por El Dorado y por el Puente Aéreo. Muy permisivas las autoridades colombianas o no, lo cierto es que cuando se está fuera de los Estados Unidos se termina dimensionando la zozobra permanente en la que viven los ciudadanos de ese país. Sienten miedo desde que les derrumbaron las Torres Gemelas en 2001 y parecen estar condenados a lidiar con el temor a un nuevo ataque el resto de sus vidas. Después de todo, ellos también son humanos, y pese a la tecnología, al desarrollo en el que viven y a sus incontenibles ganas de controlarlo todo ya no puden dejar de sentirse indestructibles como se sintieron en el pasado. Han aprendido que también son vulnerables.




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